Cuando abrí el libro del famoso autor ruso, Dostoyevski, “Los Hermanos Karamazov”, no pude no ser golpeado en la cabeza por el epígrafe, y me gustaría que el mismo autor me responda, o cualquier lector ¿quién quiere morir para dar fruto? Ciertamente la mayoría de nosotros queremos vivir—con excepciones—, y en la era de la “ciencia”y la tecnología, muchos esperan vivir casi eternamente. Sin embargo, el epígrafe en cuestión no se refería a la vida biológica.
Cuando reflexiono sobre mis experiencias, me doy cuenta de que he muerto muchas veces: como cuando fui decepcionado por una señorita, y años mas tarde me di cuenta que en mi decepción murieron la ingenuidad para dar paso a la sabiduría; o cuando mi afanado sentimentalismo fue derrumbado ante el uso de la razón por mis profesores universitarios; o como cuando mi falta de responsabilidad me confronto con la perdida de la confianza y la amistad de personas que me importaban. Con cada muerte sentí dolor, tristeza, vergüenza y ansiedad, pero sin la muerte no hay un fruto nuevo. Quizá eso explique, en parte, cuando el apóstol Pablo dice que hemos sido crucificados con Cristo.
El celebre profesor cristiano británico, y previamente ateo, C.S. Lewis, habla de la vida como una torre de naipes que se derrumba constantemente con ciertos momentos de la vida, y que luego debe ser construido de nuevo. Si en el derrumbe de nuestras circunstancias hay dolor, sufrimiento, ansiedad y más, no debemos olvidar que fue Jesús mismo quien dijo, “Ciertamente les aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo. Pero si muere, produce mucho fruto”. Él debió morir para que a través de su resurrección fuéramos glorificados y, ciertamente, cada uno de nosotros debe morir a su propio ser porque solo muriendo podremos mantener nuestras vidas.
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